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24 de marzo de 2015

De lo urbano y lo divino.





Hay personas que maldicen cuando el despertador suena. Maldicen en arameo. Si se les queman las tostadas o la leche se calienta demasiado, vuelven a maldecir. Cuando salen de casa y sus piernas les llevan hasta su vehículo o el autobús de turno, miran el cielo y se quejan si hace demasiado sol, o si por el contrario, llueve.

Quejarse es su forma de ser. Su 'encanto'. Y se dedican a protestar por cualquier pequeña contrariedad que surja en su rutina, como que alguien a quien hace tiempo que no ven, les salude y les haga perder cinco minutos de su vida mientras almuerzan.

La vida les molesta. Los demás les molestan. 

Si un conocido, o amigo, acude a ellos para compartir un problema, se alteran. ¿Cómo osa ese ser humano a perturbar su paz? ¡Sus problemas sí son importantes! ¿Acaso cree ese desdichado que va por la vida con un diván soportando las neuras de los demás?

No hay mayor ofensa para él, que una persona con dificultades. ¡Él las tiene! ¡Y mucho peores! Es más, el planeta entero debería darle las gracias por tratar de ser amable. Es un esfuerzo tan grande, que ni un Óscar sería suficiente premio a su gesta.



Ayer, me encontré en una parada de autobús a un matrimonio veterano. Ante las preguntas de rigor sobre el tiempo que llevaban esperando, me dieron una lección. Una más de las que tengo que seguir recibiendo.

Ni era mi mejor día, ni tenía ganas de estar allí. Quería que el autobús llegara y marcharme a casa. Pero ellos tenían un plan. Mucho mejor que esos vídeos motivadores tan buenos que encontramos por Internet.

El hombre, un caballero sin un cabello en su elegante cabeza, con pequeñas gafas y mirada pícara, me confesó -como suelen hacer las personas con ganas de hablar- que llevaba 65 años junto a ésa mujer. 

La mujer, una señora con la sonrisa puesta desde el minuto uno, no paraba de insistir en que me sentara a su lado. A lo cual me negué dándole las gracias.

Llevaban desde las 12 sentados allí, esperando un autobús que no llegaba nunca. Él miraba a la acera y señalaba con la cabeza las gotas de lluvia que hicieron acto de presencia. Frunció el ceño.

Pero ella, más rápida, me contó que todos los días amanecía diciendo lo mismo: hoy va a llover. Sin importar el mes, la estación, ni la hora. Mi primera sonrisa del día, o tal vez la segunda.

Luego le incitó a que no protestara. Llevaban varios días sin salir de casa, y al menos habían:

- Visto pasar coches
- Les había dado el aire
- Y estaban hablando con una chavala simpática (ahora explico lo de chavala)

No he visto una manera tan graciosa y digna de transformar una pésima situación en algo agradable. ¿La comida? Ya no le daba tiempo a preparar algo sofisticado, así que gracias al autobús comerían algo distinto. Sencillo.



El hombre me miró mientras observaba un coche. Tenía uno nuevo en su campo y nadie lo utilizaba. Asentí. ¿Era una propuesta?

A esas alturas de la conversación, y de espera, cansada de estar en esa posición en la que se colocan los futbolistas, pero con bolsa de la compra en vez de balón, acabé sentada junto a la señora que estaba más contenta que el niño que a nuestro lado, nos martirizaba con los petardos que tiraban al unísono él y su padre, uno de esos seres vestido como si fuera un adolescente, que sonreía de manera un tanto estúpida, he de confesar.

Lo apunto porque intuía que estaban molestando a mis venerables acompañantes, pero tampoco le dieron mucha importancia, así que me olvidé del niño y del progenitor ipso facto.

De repente el caballero lanzó al aire un suspiro: "Qué malo es hacerse viejo". Y sin pensarlo le contesté que peor era no serlo. Provocadora... 

Me sonrió mientras me preguntó lo que todos los señores que saben que aparentan menos edad, gustan de plantear: ¿Cuántos años crees que tengo? y sin darme tiempo a decir una cifra, me espetó, "90"

¡90! ¿90? 90...

"Y yo, 83", anunció la mujer mirando al suelo. 


¡Aquello era imposible! Esa pareja de tórtolos habían hecho un pacto con el diablo. Y con las buenas maneras, todo sea dicho.

"¿No te he dicho que llevo 65 años junto a esta mujer?", me preguntó con una  media sonrisa... 

Un poco roja, asentí. Supongo que cuando me lo había dicho mi cabeza estaba saturada de otros pensamientos más "importantes".

¿Entienden ahora lo del término 'chavala'? Prácticamente una adolescente para ellos.

Antes de llegar el autobús, la señora, adivinando que en mi cara mucha alegría no se reflejaba me comentó que no debía estar triste. "Uno tiene que estar triste cuando fallece una persona a la que quiera mucho, nada más" 

"Tengo tres hijos. Buenos chicos. Los tres tuvieron novia muy jóvenes. Los tres se quedaron sin ellas tras diez años juntos. Fueron ellas... ellas les dejaron. Creo que una está arrepentida"

Yo la escuchaba con atención. 

"He sufrido mucho con ellos. Estaban tristes. Pero ahora son felices los tres. Con tres buenas mujeres" 

Y yo no pude evitar pensar en que me estaba contando un cuento. Y los tres vivieron felices para siempre y comieron perdices, pero pronto volví a recuperar la sensatez. 

El volvió a sacar el tema del coche. "Ninguno de ellos lo quiere. Y está nuevo, de verdad..." a lo que ella añadió como si él no la escuchara "Es que ya no está para conducir..."

¡90! ¿90? 90...

Y el milagro se produjo. Nuestro vehículo llegó. Ya no estaba nerviosa. Y creo que triste tampoco. Las miradas tiernas de esos dos personajes, me habían trasmitido mucha ternura y paz. 

Deseé que fueran mis abuelos. O amigos de mi familia de toda la vida. Y poder visitarlos. Valoro el sentido de humor y cómo gestionan los momentos desagradables, algunas personas. Sé que aquella mañana no les importó estar sentados durante una hora en aquella parada.

Sé que me faltó algo: darles un abrazo. Y lo pienso ahora que escribo estas líneas. Sí, soy de esas locas que preguntan "¿Te puedo dar un abrazo?" Y estos dos, se merecían uno y bien grande. 

Las mejores historias no ocurren en paisajes ideales, sino en lugares donde el asfalto, las prisas, y la gente conviven. Sólo hay que detenerse, y escuchar.







Joana Sánchez