El
protagonista de esta historia no tiene nombre, al menos yo no lo conozco, pero
durante unos minutos sentí el mismo aprecio por él, como si fuera un amigo de
toda la vida.
Estaba
en una cafetería donde entramos mi acompañante y yo. Momentos antes habíamos
adquirido un árbol diminuto de navidad, el anterior se jubiló el año pasado.
Decidimos tomar algo caliente tras nuestra caminata.
En el interior, sólo había
una pareja de hombres charlando, las dos camareras y un chico, extremadamente
delgado. Llevaba en la mano un par de churros envueltos en una servilleta junto
a otros alimentos que no acerté a adivinar.
Mi
acompañante había dejado su monedero un instante sobre la mesa. El chico
delgado, comenzó un discurso repetitivo con
un tono de voz bajo. Apenas le entendía y mi mirada iba de la mesa a sus
ojos, y de sus ojos a la mesa.
Entre
nerviosa y seca le espeté "no tengo dinero, estoy en paro" y clavé
mis ojos en los suyos.
Su
respuesta fue: "no quiero dinero, sólo un vaso de leche"
El
nudo en la garganta, la vergüenza y la impotencia se apoderaron de mi cuerpo.
Mi acompañante le dijo que pidiera lo que quisiera que ya se pagaría. Sonrío y
nos dio las gracias. ¡Incluso a mí!
También pedí un vaso de leche, pero estoy
convencida de que no me supo tan bien como a él.
En
la barra, podía observar cómo iba introduciendo en su vaso de leche con
"Cola-Cao", magdalenas, trocitos de churro, tratando de crear un
tetris comestible.
Cuando
terminamos, con sabor amargo en la boca, le miré y le pedí perdón.
"Pensaba que me pedías dinero y no tengo nada". Las chicas que
trabajaban allí nos contaron que venía casi todos los días, pero sus jefes les
habían prohibido darle de comer, además de estar vigiladas con cámaras.
"Cuando
tenga un trabajo, te invitaré a lo que quieras", le dije en un absurdo
arrebato, él me dio las gracias y sonrió como un niño pequeño. No había ni
maldad, ni resentimiento en su mirada y me deseó suerte.
Ya
en la calle, sólo quería llorar, pero una frase me interrumpió el desahogo:
"ahora me ha pedido dinero para una barra de pan", era la voz de mi
acompañante, mi madre, una santa. Una mujer sencilla, buena y que al contrario
que otras, jamás le daría la espalda a una persona que quiere comer. Le sonreí añadiendo: "si yo fuera él y me hubieras
invitado a almorzar, también querría que me ayudaras con la comida de ese
día"
Dedicado
a todos los que sólo desean un vaso de leche, en este mundo raro.
Joana
Sánchez
3 comentarios:
Entrañable relato, Joana. Tenes una pluma de ángel.
me has emocionado
Gracias lector fiel :-) y al anónimo. La calle es un guión sin fin.
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