Hacía años que no iba sola a la playa. Concretamente a la del Cocó. Desde 2015 mi tiempo se convirtió en el de los demás. Y como un milagro, fruto del esfuerzo, me puse un caftán blanco y cogí mi bolsa. Primero la línea seis, después la dos. Nerviosa y feliz como una niña de seis años, así estaba.
Mi blanca palidez pisó la orilla despacio. Dejé que una ola me lamiera los pies y caminé hasta el final. Llegué al espigón donde encontré un hueco al lado de un matrimonio mayor.
Una vez cumplido el ritual de la protección solar para pieles fantasmales, miré embobada el agua. Ir sola tiene sus ventajas. Para mí fue una bendición no tener que hablar porque había demasiados pensamientos y algún malestar que debía llevarse la brisa.
Llevo tantos años sin compañía masculina a mi lado que no sabría ni qué decir. Miento, porque conversar se me da bien excepto por redes sociales.
Al compás de las olas, hago un repaso sobre mi día a día, mi mes a mes y mi año. Compruebo que algunos son tan similares que sólo deberían contar como uno.
Trámites burocráticos, médicos, trabajos, enfermedades de familiares, hospitales, algún ataque de pánico, escribir, participar en concurso, perder, volver a escribir, reabrir un canal de YouTube.
No soy fuerte. No me gusta que me lo digan, porque eso me convierte en la persona con orejas ideal para que otros me cuenten sus problemas.
Casi me desmayo en dos ocasiones, las dos en las que intenté con mis medios, que dos mujeres abandonaran ideas suicidas. Suspiro... Detrás de mi sonrisa, escondo esas pequeñas tragedias, luego me tiemblan las piernas como gelatina y vuelve a amanecer. No, no soy fuerte.
Llevo mi vida a cuestas con una media sonrisa
Y viene otra ola y me levanto. Me meto en el agua, las algas se me enredan en los dedos de los pies. Me hacen cosquillas. hago fotos con el móvil. ¡Añoro mi cámara! No pienso en nada. Noto la vitamina D inyectándose por cada poro. Los iones negativos formando mi silueta. He cogido peso, estoy sana, pero tengo que perder x kilos, estoy en ello, por eso a la vuelta volveré andando.
Creo que la playa me ha hecho efecto dos días después. En los que he salido y entrado como si los ataques de pánico nunca hubieran existido. Así son ellos, vienen y van como las olas de calor.
He cambiado mucho. Demasiado. Ahora me río menos, pero con más fuerza.
En el bus me he reído por dentro al oír dos hombres discutiendo sobre política. Recuerdo cuando me importaba, incluso cuando me creía que el señor A o la señora B, de veras se preocupaban por lo que al currito de a pie le sucede.
Llevar mi vida a cuestas, supone algo tan importante y tan profundo que no sé cómo antes tenía tiempo de librar batallas que ahora se me antojan esperpénticas. Por ejemplo, el feminismo. ¡Llevaba gorra, el sol no me afectó!
Mientras bebo un trago de agua, pienso en qué hacen por mí niñatas que enseñan las tetas o que gritan por sus podcasts consignas aptas para niños de cuatro años. Otra vez sonrío por dentro, nunca he oído a ninguna hablar sobre las cuidadoras, su desgaste físico y mental. Y son tantas como turistas hay en esta playa.
Me sacudo la arena de las piernas y me siento liviana. Supongo que mis propias batallas no me parecían importantes o quizás, me daban miedo así que perdía mi tiempo en cuestiones como esas.
Cuando la vida te da una patada y ordena tus ideas, guau... la sensación de vértigo es grande, enorme, porque ya no te aferras a ninguna sigla, ni a ninguna salvadora cubierta de purpurina, no hay causas por las que pelear, si acaso las que te rodean. No me gusta cómo se está quedando este país, es como el espigón que divide la playa en dos.
Me tengo que ir, me falta casi una hora para llegar a casa, una casa que sigue en el mismo barrio en el que muchos no quieren entrar. He ido al fin del mundo por muchas personas. No soy miedosa ni tampoco creo en leyendas. Sí en fantasmas, sobre todo en esos que pulularon por mi vida y ahora, escondidos, se asoman por la red a ver si saben algo de mí. Qué daño han hecho las redes sociales.
Me voy feliz. Me lavo los pies con el agua que me ha sobrado. Me planto mis gafas nuevas y a seguir con la lucha mientras sigo creyendo que tengo veinte años, pero mejor llevados. Ahora sí llegó el momento, le cuento a un amigo que he ido a la playa sola y él lo celebra como si hubiera marcado un gol.
Joana